CATOLICOS

En esta pestaña colocaré fragmentos de textos de hombres que han dejado que su fe impregne su pensamiento, su trabajo, su vida.

Comenzaré con alguien a quien profeso gran admiración porque supo hacer de su fe el centro de su vida: Juan Zorrilla de San Martín. Su gran inteligencia fue iluminada y elevada por la luz sobrenatural de la fe, haciéndo que aquella lograra vuelos que no son posibles de alcanzar naturalmente.
Veamos que nos dice este católico:



     "¿Recordáis, Señores, la frase aquella del Maestro, en el Evangelio de San Marcos: "Ayuda mi incredulidad"? Era un padre desgraciado, como lo recordaréis, que había traído ante el Salvador que pasaba, su hijo poseído por un espíritu mudo; el pobre padre le pedía su amparo. Jesús le dijo: "Si puedes creer, todas las cosas son posibles para el que cree" Y el padre le contestó llorando: "Yo creo, Señor, ayuda tu mi incredulidad"
     ¡Ayuda Tú, mi incredulidad!
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    Pero, ¿es realmente mérito personal, señores, digno del tributo que me ofrecéis, el haber recibido de Dios ese don inapreciable de la fe, que constituye nuestro tesoro, nuestra gloria, nuestra dicha?
      Os he citado antes una frase inmensa del Evangelio. Otro recuerdo de la misma índole baja, no sé de dónde, en este momento, y se posa en mi memoria: es el del ciego de Jericó. ¿Lo recordáis? Estaba sentado cerca del camino pidiendo limosna; oyó tropel de gente que pasaba, y preguntó que qué era aquello. Cuando le dijeron que era Jesús Nazareno que pasaba, el hombre ciego comenzó a gritar: "Jesús, hijo de David, ten misericordia de mi..." Y a pesar de los que querían hacerlo callar, seguía gritando el desgraciado con más fuerza: "¡Hijo de David! ¡Hijo de David!"
     ¿Recordáis entonces a Jesús, señores? ¡Qué hermoso! ¡Qué grande! ¡Qué bueno! ¡Oh, el Hombre Dios! Se detuvo, "¿Qué quieres que te haga?" - dijo al hombre sin luz. Y éste le respondió: - "Señor, que vea".
     -Ve... Tu fe te ha hecho salvo.
   Y el ciego vió, dice el Evangelio, y seguía a Jesús, glorificando a Dios.
     ¡Qué hondo es todo esto, señores! ¿No sentís, como yo, que esas palabras divinas pasan como un escalofrío al ras de vuestra carne?
     ¡Que vea! ¡Que vea! Eso es la fe, señores, eso es la fe: anhelo humilde y sincero de luz en el hombre: luz de Dios, palabra de Jesús de Nazaret, que abre nuestros ojos.
     Líbreme Dios de afirmar, señores, que no hay en el acto de creer un acto de nuestro libre albedrío; sin eso la fe no sería obligatoria y, menos, meritoria. Sí; hay en nosotros, el grito del cielo, la plegaria, el clamor al Hijo de David; pero ¿qué es, señores, el grito del ciego, al lado de la palabra de Cristo: "Ve"?
     La fe, señores, es para el alma, lo que el aire para los pulmones: es necesario hacer algún esfuerzo de nuestra parte, es verdad, para respirarlo. Pero ¿qué es ese esfuerzo si se le compara con la presión que hace el aire mismo para penetrar en nuestros pulmones y encenderlos de vida?
     La razón humana, señores, el acto libre del que anhela ver es el pequeño movimiento de inspiración hacia el cielo: pero la fe es el aliento, es el espíritu, es el Verbo de Dios que penetra en nuestra alma y hace en ella la luz, le trae mensajes misteriosos, evidencias imprevistas que se abren en ella como estrellas fijas, claridades boreales que se levantan en los horizontes y nos marcan la eterna ruta del Norte.
     Y dice el libro sagrado: "Tú niegas al orgullo del sabio lo que revelas a la humildad de los pequeños"
     Dejadme, pues, señores, colocarme entre los pequeños; dejadme humillar ante Dios y ante vosotros, al sentir vuestros aplausos a mi fe, a fin de no exponerme a perder con un acto de orgullo, esa fe que vosotros festejáis en mí, y que no es sino un don gratuito de Dios, un reflejo de su gloria, un soplo luminoso de su infinita misericordia sobre el pedazo de barro de mi corazón"
Juan Zorrilla de San Martín
("Conferencias y discursos". A los amigos)
    




Hoy les quiero hablar de otro católico: Leon Bloy. A pesar de que muchos lo rechazan por su estilo duro, los que lo conocieron vieron en él un hombre de Dios y gracias a su ejemplo y a sus escritos, muchos descubrieron al Absoluto, de quien era fiel heraldo.
En esta entrada les dejo el testimonio de Jacques Maritain sobre esta bella alma.
Ojalá nuestra vida fuese tal, que aquellos que se acerquen a nosotros pudiesen descubrir "que existe una única tristeza, la de no ser santos".




"El haber conocido a León Bloy se lo debemos a Luis Vauxcelles, que ni lo sospecha siquiera. En una encuesta literaria publicada en Le Matin, si bien recuerdo, citaba, a propósito de León Bloy, una frase notable de Maeterlinck sobre los “relámpagos de profundidad” del genio. Buscábamos nosotros entonces la verdad y el sentido de esta vida, con ansias que todo el escepticismo no podía superar, a pesar de que la Sorbona nos había saturado de él; leímos, pues, algunos libros de este extraordinario testigo, en particular, ‘La mujer pobre’ y ‘Cuatro años de cautiverio’.

Nuestra primera carta le llegó a León Bloy el 20 de junio de 1905, día en que la iglesia celebraba, trasladada ese año, la fiesta de San Bernabé. El día de San Bernabé del año siguiente 11 de junio de 1906, recibíamos el bautismo, en la iglesia de San Juan Evangelista, mi esposa, su hermana y yo. León Bloy era padrino de los tres.

Esa primera carta que le enviamos mi mujer y yo – estábamos casados desde hacía poco y yo reparaba mi agregación de filosofía – contenía una suma mínima.

Sólo por ello nos colmó con sus libros, y pidió para nosotros la iluminación bautismal, ofreciendo con esa intención sus oraciones y sus lágrimas. ¿Quién es aquí el deudor? Merced a él, hemos comprado la vida eterna por veinticinco francos".

“El 25 de Junio de 1905, dos jóvenes de veinte años subían la escala sempiterna que conduce al Sacré-Cœur. Llevaban en sí esa angustia que es el único producto serio de la cultura moderna, y una especie de desesperación activa, iluminada solamente, aunque sin fundamento aparente, por la seguridad interior de que un día se les mostraría la verdad de que tanta hambre tenían, y sin la cual les era imposible aceptar la vida. Sosteníalos débilmente, una especie de moral estética, cuya idea del suicidio, tras el fracaso de algunas experiencias demasiado bellas para tener éxito, parecía ofrecer la única solución.



Mientras tanto, gracias a Bergson, depuraban sus espíritus de las supersticiones cientificistas de que la Sorbona los había llenado, pero sin ignorar que la intuición bergsoniana sólo es un refugio demasiado inconsciente contra el nihilismo intelectual, lógicamente preparado por todas las filosofías modernas.




Por otra parte, juzgaban a la Iglesia, que sólo conocían a través de ineptos prejuicios y por la apariencia de muchas gentes religiosas, como un antemural de ricos y poderosos, cuyo interés sería mantener en los espíritus las “tinieblas de la edad media".


Iban hacia un extraño mendigo, que despreciando toda filosofía proclamaba sobre los techos la verdad divina, y católico íntegramente sumiso, condenaba su tiempo, y a cuantos tienen su consuelo aquí abajo, con más libertad que todos los revolucionarios del mundo.

Tenían horrible miedo de lo que encontrarían, pues todavía no habían frecuentado los genios literarios y cosa muy distinta buscaban. No había en ellos sombra de curiosidad, sino el sentimiento más propio para llenar el alma de gravedad: la compasión para con la grandeza sin refugio.
Atravesaron un jardincito de antaño, entraron luego en una humilde casa de muros ornados de libros y hermosas imágenes, y se encontraron en primer lugar con una especie de gran bondad blanca cuya apacible nobleza impresionaba, y que era la señora de León Bloy; sus dos hijitas, Verónica y Magdalena, los contemplaban con grandes ojos asombrados.

León Bloy parecía casi tímido, hablaba poco y muy bajo, tratando de decir a sus jóvenes visitantes algo importante que no los decepcionara. Lo que les descubría no puede narrarse; la ternura de la fraternidad cristiana, y esa especie de temblor de misericordia y de temor que sobrecoge frente a un alma que lleva el sello del amor de Dios. Bloy se nos mostraba lo contrario de los otros hombres, que ocultan bajo el maquillaje cuidadosamente mantenido de las virtudes de sociabilidad, faltas graves en las cosas del espíritu, y tantos crímenes invisibles. Lejos de ser un sepulcro blanqueado como los fariseos de todos los tiempos, era una catedral calcinada, ennegrecida. El Blanco está dentro, en el hueco del tabernáculo.
 
Franqueado el umbral de su casa, todos los valores quedaban desplazados como por un trinquete invisible. Se sabía, o se adivinaba, que sólo hay una tristeza, la de nos ser santos. Y el resto tornábase crepuscular”.


JACQUES MARITAIN
 



                                                                         







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